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El Sufrimiento Humano de la Apatridia

Testimonio ante la Oficina del Alto Comisionado
de Naciones Unidas para los Derechos Humanos
Ginebra, 6 de mayo del 2025
Gracias a la Oficina del Alto Comisionado por invitarme a este taller de expertos. Aunque no me considero un experto, fui despojado arbitrariamente de mi nacionalidad, y por lo tanto considero que puedo hablar desde una perspectiva personal que complementa las opiniones de los expertos.
La nacionalidad es lo que nos asocia a la historia, las tradiciones, a un idioma y a la tierra. La nacionalidad no se puede quitar porque no es algo que tengamos; es la esencia social misma de lo que somos.
A pesar de los múltiples orígenes de la apatridia, me centraré en la privación arbitraria de la nacionalidad por motivos políticos, que fue la que he sufrido en carne propia. Esta acción es el resultado de una política explícita del Estado, que supuestamente debería proveer protección, y más bien ha sido el responsable de eliminar arbitrariamente mi vínculo legal con Nicaragua sólo por mi oposición política al régimen de Daniel Ortega.
Aunque el mío es un caso muy especial de privación de la nacionalidad, de mi experiencia se pueden extraer conclusiones generales, ya que genera consecuencias idénticas para otras personas privadas de su nacionalidad. Los orígenes de las condiciones de apatridia pueden diferir, pero los efectos son básicamente los mismos.
El 9 de febrero de 2023, el régimen de Daniel Ortega me despojó de mi nacionalidad, el mismo día en que me desterraron y a otros 221 presos políticos. Después de pasar casi dos años en prisión, nos dijeron que salíamos «libres», y ese momento también nos dijeron que ya no éramos nicaragüenses. Esta cruel paradoja fue el golpe final del régimen: un acto diseñado a aplastar nuestro espíritu cuando salíamos a la libertad física como desterrados. Querían que nuestro primer respiro en libertad estuviera impregnado de dolor.
No se trataba sólo de una decisión política. Era profundamente personal. La intención del régimen era que nos sintiéramos borrados, separados de nuestras raíces, cortados de nuestra historia, de nuestra identidad. Querían que sintiéramos que ese día nos habían amputado una parte de nosotros. Y el mensaje era claro: la represión en Nicaragua no termina cuando sales por la puerta de una cárcel. Te sigue, te ensombrece y te recuerda, vayas donde vayas, que has sido marcado. Nada de estos sentimientos han logrado provocar en nosotros.
La privación arbitraria de mi nacionalidad fue solo el último capítulo de una larga y brutal historia de violencia estatal. En abril de 2018, el régimen de Ortega reformó la seguridad social y estallaron protestas masivas en todo el país. Ortega respondió con balas, matando a más de 350 personas, hiriendo a decenas de miles y encarcelando a más de mil manifestantes. Tras participar en un diálogo organizado por la Iglesia católica con el régimen en 2018, me convertí en objetivo de represión. Durante ocho meses, viví bajo asedio constante, arresto domiciliario ilegal y acoso policial.
Tras anunciar mi intención de presentarme a las elecciones presidenciales, el 8 de junio de 2021 me detuvieron sin orden judicial y me mantuvieron incomunicado durante 89 días. Me acusaron de traición y me condenaron a 13 años de prisión. Esa sentencia causó un profundo dolor en mi esposa, y en mi hija, a toda mi familia. Creían que no volverían a verme hasta el año 2038.
La cárcel fue una pesadilla viviente y cuando las puertas se abrieron gracias a una negociación con Estados Unidos y pensé que lo peor había pasado, el régimen nos quiso infligir su castigo final: Me desterraban de Nicaragua y me declaraban apátrida.
En el momento de mi liberación, el régimen ya había violado 19 de los 30 derechos garantizados por la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y no habían terminado. Tras nuestra expulsión, a los 222 nos confiscaron nuestras casas, cuentas bancarias, negocios, ahorros y derechos de seguridad social. Toda una vida de esfuerzo, legados enteros, robados a plena luz del día.
En los últimos dos años, el régimen Ortega Murillo ha continuado e intensificado la práctica de la desnacionalización. Centenares de nicaragüenses han sido prohibidos de regresar su patria, convirtiéndolos en apátridas de facto.
De la privación arbitraria de la nacionalidad por motivos políticos se derivan las violaciones de todos los derechos fundamentales que confiere la ciudadanía, con el agravante de la represión, la persecución y la violencia estatal. No se trata de una condición pasiva de negación de un Estado, sino de una acción consistente y deliberada de un régimen represivo para no sólo eliminar cualquier tipo de vínculo jurídico, sino para atacar e infligir el sufrimiento más brutal al individuo. La privación arbitraria de la nacionalidad se utiliza en el contexto general de la represión política y la discriminación para eliminar legalmente a cualquier persona que se oponga políticamente a un régimen represivo.
La privación arbitraria de la nacionalidad conlleva una serie de complicaciones logísticas, económicas, sociales y emocionales que se extienden en el tiempo y en el espacio. Es un tipo de delito que la víctima lleva consigo donde vaya.
Quiero centrarme en una crueldad específica y profundamente deshumanizadora: las consecuencias personales y devastadoras de ser decretado apátrida.
La apatridia no es sólo una condición burocrática; es una forma de tortura en vida. Sin nacionalidad, estamos desnudos ante el mundo. No tenemos protección, ni derechos. El régimen nos ha borrado no sólo del registro civil, sino de la vida de nuestras familias y nuestros matrimonios anulados por decreto. Nuestros hijos figuran ahora como hijos de un solo progenitor. A algunos incluso les han borrado el apellido. No se trata sólo de una anomalía jurídica, sino de una herida emocional, orientada en contra de la identidad de nuestros hijos.
Las propiedades de nuestras familias, transmitidas de generación en generación, arrebatadas como si nada. La pérdida no es sólo financiera, es existencial. Años de ahorro, construcción y sueños, desaparecidos. Las casas donde nuestros hijos dieron sus primeros pasos, las fincas donde nuestros padres trabajaron la tierra, los negocios en los que volcamos nuestros esfuerzos y sueños, todo robado.
Lo mismo ocurrió con la seguridad social. Décadas de contribuciones borradas. Para muchos, especialmente los ancianos, significó perder su único ingreso. Más de 70 jubilados del grupo de los 222 se quedaron de repente sin nada. He hablado con ellos. He oído la desesperación en sus voces. Se sienten robados. Pero no están olvidados.
La apatridia te roba la capacidad de viajar, de estudiar, de trabajar. Te persigue como una sombra, incluso en el exilio. Sin pasaporte. Sin documento de identidad. Sin acceso a los servicios sociales. Sin protección de ningún consulado. Nada.
Para los jóvenes estudiantes que participaron en las protestas significa perder años de educación. Ahora se enfrentan a la angustiosa realidad de empezar de nuevo, eso si consiguen encontrar una universidad dispuesta a aceptarlos sin expedientes académicos.
Pero quizá la consecuencia más dolorosa es la separación familiar. El daño psicológico es incalculable. Vernos obligados a dejar atrás a nuestras familias nos ha desgarrado de un modo que la cárcel no lo había hecho. El régimen utiliza a nuestros hijos como rehenes, negándoles el permiso para salir y reunirse con nosotros. Es una crueldad deliberada, infligida no sólo a nosotros, sino también a los inocentes. En mi caso, sin embargo, tuve la suerte de tener a mi esposa y a mi hija en Estados Unidos antes de mi liberación, pero fui la excepción. He visto el terrible dolor de la separación familiar en mi compañero de celda Roger, que pasó un añosin ver a sus dos hijas pequeñas y a su esposa, hasta que las sacaron de Nicaragua a Costa Rica y, desde allí, les permitieron volar a EE.UU. El régimen de Ortega amenaza a nuestras familias dentro de Nicaragua como forma de castigarnos por nuestras denuncias de los abusos de la dictadura en todo el mundo.
Para una veintena de ciudadanos de la tercera edad de nuestro grupo -los mayores de 80 años- los lentos procesos legales para buscar una nueva nacionalidad son cómo una sentencia de muerte. Sin una intervención urgente, pueden morir sin obtener nunca la protección legal de otro Estado.
Y sin embargo, en nuestra hora más oscura, hubo luz. Países como España, Argentina, Brasil, México y Colombia nos tendieron una mano. Sus ofertas de nacionalidad fueron más que gestos políticos, fueron actos de profunda solidaridad humana. Me convertí en ciudadano español en febrero de 2024. No tengo palabras para expresar mi gratitud al pueblo y al gobierno de España. No sólo me dieron un pasaporte, sino un sentimiento de protección.
Antes de resumir algunas recomendaciones, quiero expresar qué se siente al ser apátrida. Todas las complicaciones que he enumerado provocan ansiedad, angustia y dolor. Distrae continuamente la atención para resolver problemas que la mayoría de la gente del mundo no experimenta: tener un documento de identidad válido, demostrar que existes y asegurarte de que tu identidad está intacta. Nunca había necesitado decir que me sentía tan nicaragüense, como ahora.
Después de seis años de documentar las violaciones de mis derechos, y con la ayuda de abogados de derechos humanos, introduje una petición en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y espero que el tribunal llegue a un veredicto en los próximos años. Esta petición da esperanza y, lo que es más importante, que estoy empleando mis energías en encontrar justicia para mí, mi familia y mis compañeros de lucha por la democracia.
Por último, me gustaría compartir algunas recomendaciones.
En primer lugar, elevar la conciencia sobre el marco jurídico internacional que prohíbe la apatridia. Las convenciones internacionales constituyen obligaciones para los Estados firmantes de responder a la situación y proporcionar soluciones prácticas y coherentes a los problemas derivados de la apatridia.
En segundo lugar, dado que la apatridia suele combinarse con la condición de refugiado, es importante la coordinación de las agencias internacionales y los gobiernos para identificar los casos y ofrecer soluciones logísticas y jurídicas.
En tercer lugar, es importante mantener siempre la defensa de la libertad y la denuncia de la violación de los derechos. Es necesario ilustrar la dimensión humana de la apatridia, el sufrimiento de las víctimas y de sus familias.
En cuarto lugar, la justicia. La privación arbitraria de la nacionalidad suele ser el resultado de una acción legal específica, que a su vez puede utilizarse como prueba del delito cometido por el régimen represivo. Esto hace que este delito sea más fácil de demostrar que otras formas de represión.
En quinto lugar, el apoyo jurídico a las víctimas. Para llevar estos casos al sistema judicial internacional y universal, se necesitan recursos, tanto materiales como humanos, para hacer justicia y darle reparación a las víctimas.
Sexto, promover sistemas de información y alerta. Hay que debatir más sobre esta situación. El papel de las universidades y centros de pensamiento es fundamental en la generación de datos y análisis que ayuden a comprender mejor el fenómeno.
Por último, reconocer los riesgos del retorno. En un contexto de leyes y políticas antiinmigración, los gobiernos y las autoridades migratorias de los países receptores deberían reconocer el peligro que corren las víctimas de la represión al regresar a sus países. Violencia política, discriminación, tortura e incluso la muerte podría esperarles en sus países. Espero sinceramente que las autoridades de los países de acogida tengan muy en cuenta el peligro de muerte que corremos.
La apatridia es, independientemente de las causas, fuente de un enorme nivel de angustia para las familias y las víctimas. Es una forma de tortura prolongada en el espacio y persistente en el tiempo. Sólo puede resolverse cambiando las condiciones que la causaron en primer lugar. Puede mitigarse atendiendo el problema con soluciones prácticas de gobiernos y organizaciones dispuestos a poner fin al sufrimiento de millones de personas en todo el mundo.
Gracias.
de Naciones Unidas para los Derechos Humanos
Ginebra, 6 de mayo del 2025
Gracias a la Oficina del Alto Comisionado por invitarme a este taller de expertos. Aunque no me considero un experto, fui despojado arbitrariamente de mi nacionalidad, y por lo tanto considero que puedo hablar desde una perspectiva personal que complementa las opiniones de los expertos.
La nacionalidad es lo que nos asocia a la historia, las tradiciones, a un idioma y a la tierra. La nacionalidad no se puede quitar porque no es algo que tengamos; es la esencia social misma de lo que somos.
A pesar de los múltiples orígenes de la apatridia, me centraré en la privación arbitraria de la nacionalidad por motivos políticos, que fue la que he sufrido en carne propia. Esta acción es el resultado de una política explícita del Estado, que supuestamente debería proveer protección, y más bien ha sido el responsable de eliminar arbitrariamente mi vínculo legal con Nicaragua sólo por mi oposición política al régimen de Daniel Ortega.
Aunque el mío es un caso muy especial de privación de la nacionalidad, de mi experiencia se pueden extraer conclusiones generales, ya que genera consecuencias idénticas para otras personas privadas de su nacionalidad. Los orígenes de las condiciones de apatridia pueden diferir, pero los efectos son básicamente los mismos.
El 9 de febrero de 2023, el régimen de Daniel Ortega me despojó de mi nacionalidad, el mismo día en que me desterraron y a otros 221 presos políticos. Después de pasar casi dos años en prisión, nos dijeron que salíamos «libres», y ese momento también nos dijeron que ya no éramos nicaragüenses. Esta cruel paradoja fue el golpe final del régimen: un acto diseñado a aplastar nuestro espíritu cuando salíamos a la libertad física como desterrados. Querían que nuestro primer respiro en libertad estuviera impregnado de dolor.
No se trataba sólo de una decisión política. Era profundamente personal. La intención del régimen era que nos sintiéramos borrados, separados de nuestras raíces, cortados de nuestra historia, de nuestra identidad. Querían que sintiéramos que ese día nos habían amputado una parte de nosotros. Y el mensaje era claro: la represión en Nicaragua no termina cuando sales por la puerta de una cárcel. Te sigue, te ensombrece y te recuerda, vayas donde vayas, que has sido marcado. Nada de estos sentimientos han logrado provocar en nosotros.
La privación arbitraria de mi nacionalidad fue solo el último capítulo de una larga y brutal historia de violencia estatal. En abril de 2018, el régimen de Ortega reformó la seguridad social y estallaron protestas masivas en todo el país. Ortega respondió con balas, matando a más de 350 personas, hiriendo a decenas de miles y encarcelando a más de mil manifestantes. Tras participar en un diálogo organizado por la Iglesia católica con el régimen en 2018, me convertí en objetivo de represión. Durante ocho meses, viví bajo asedio constante, arresto domiciliario ilegal y acoso policial.
Tras anunciar mi intención de presentarme a las elecciones presidenciales, el 8 de junio de 2021 me detuvieron sin orden judicial y me mantuvieron incomunicado durante 89 días. Me acusaron de traición y me condenaron a 13 años de prisión. Esa sentencia causó un profundo dolor en mi esposa, y en mi hija, a toda mi familia. Creían que no volverían a verme hasta el año 2038.
La cárcel fue una pesadilla viviente y cuando las puertas se abrieron gracias a una negociación con Estados Unidos y pensé que lo peor había pasado, el régimen nos quiso infligir su castigo final: Me desterraban de Nicaragua y me declaraban apátrida.
En el momento de mi liberación, el régimen ya había violado 19 de los 30 derechos garantizados por la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y no habían terminado. Tras nuestra expulsión, a los 222 nos confiscaron nuestras casas, cuentas bancarias, negocios, ahorros y derechos de seguridad social. Toda una vida de esfuerzo, legados enteros, robados a plena luz del día.
En los últimos dos años, el régimen Ortega Murillo ha continuado e intensificado la práctica de la desnacionalización. Centenares de nicaragüenses han sido prohibidos de regresar su patria, convirtiéndolos en apátridas de facto.
De la privación arbitraria de la nacionalidad por motivos políticos se derivan las violaciones de todos los derechos fundamentales que confiere la ciudadanía, con el agravante de la represión, la persecución y la violencia estatal. No se trata de una condición pasiva de negación de un Estado, sino de una acción consistente y deliberada de un régimen represivo para no sólo eliminar cualquier tipo de vínculo jurídico, sino para atacar e infligir el sufrimiento más brutal al individuo. La privación arbitraria de la nacionalidad se utiliza en el contexto general de la represión política y la discriminación para eliminar legalmente a cualquier persona que se oponga políticamente a un régimen represivo.
La privación arbitraria de la nacionalidad conlleva una serie de complicaciones logísticas, económicas, sociales y emocionales que se extienden en el tiempo y en el espacio. Es un tipo de delito que la víctima lleva consigo donde vaya.
Quiero centrarme en una crueldad específica y profundamente deshumanizadora: las consecuencias personales y devastadoras de ser decretado apátrida.
La apatridia no es sólo una condición burocrática; es una forma de tortura en vida. Sin nacionalidad, estamos desnudos ante el mundo. No tenemos protección, ni derechos. El régimen nos ha borrado no sólo del registro civil, sino de la vida de nuestras familias y nuestros matrimonios anulados por decreto. Nuestros hijos figuran ahora como hijos de un solo progenitor. A algunos incluso les han borrado el apellido. No se trata sólo de una anomalía jurídica, sino de una herida emocional, orientada en contra de la identidad de nuestros hijos.
Las propiedades de nuestras familias, transmitidas de generación en generación, arrebatadas como si nada. La pérdida no es sólo financiera, es existencial. Años de ahorro, construcción y sueños, desaparecidos. Las casas donde nuestros hijos dieron sus primeros pasos, las fincas donde nuestros padres trabajaron la tierra, los negocios en los que volcamos nuestros esfuerzos y sueños, todo robado.
Lo mismo ocurrió con la seguridad social. Décadas de contribuciones borradas. Para muchos, especialmente los ancianos, significó perder su único ingreso. Más de 70 jubilados del grupo de los 222 se quedaron de repente sin nada. He hablado con ellos. He oído la desesperación en sus voces. Se sienten robados. Pero no están olvidados.
La apatridia te roba la capacidad de viajar, de estudiar, de trabajar. Te persigue como una sombra, incluso en el exilio. Sin pasaporte. Sin documento de identidad. Sin acceso a los servicios sociales. Sin protección de ningún consulado. Nada.
Para los jóvenes estudiantes que participaron en las protestas significa perder años de educación. Ahora se enfrentan a la angustiosa realidad de empezar de nuevo, eso si consiguen encontrar una universidad dispuesta a aceptarlos sin expedientes académicos.
Pero quizá la consecuencia más dolorosa es la separación familiar. El daño psicológico es incalculable. Vernos obligados a dejar atrás a nuestras familias nos ha desgarrado de un modo que la cárcel no lo había hecho. El régimen utiliza a nuestros hijos como rehenes, negándoles el permiso para salir y reunirse con nosotros. Es una crueldad deliberada, infligida no sólo a nosotros, sino también a los inocentes. En mi caso, sin embargo, tuve la suerte de tener a mi esposa y a mi hija en Estados Unidos antes de mi liberación, pero fui la excepción. He visto el terrible dolor de la separación familiar en mi compañero de celda Roger, que pasó un añosin ver a sus dos hijas pequeñas y a su esposa, hasta que las sacaron de Nicaragua a Costa Rica y, desde allí, les permitieron volar a EE.UU. El régimen de Ortega amenaza a nuestras familias dentro de Nicaragua como forma de castigarnos por nuestras denuncias de los abusos de la dictadura en todo el mundo.
Para una veintena de ciudadanos de la tercera edad de nuestro grupo -los mayores de 80 años- los lentos procesos legales para buscar una nueva nacionalidad son cómo una sentencia de muerte. Sin una intervención urgente, pueden morir sin obtener nunca la protección legal de otro Estado.
Y sin embargo, en nuestra hora más oscura, hubo luz. Países como España, Argentina, Brasil, México y Colombia nos tendieron una mano. Sus ofertas de nacionalidad fueron más que gestos políticos, fueron actos de profunda solidaridad humana. Me convertí en ciudadano español en febrero de 2024. No tengo palabras para expresar mi gratitud al pueblo y al gobierno de España. No sólo me dieron un pasaporte, sino un sentimiento de protección.
Antes de resumir algunas recomendaciones, quiero expresar qué se siente al ser apátrida. Todas las complicaciones que he enumerado provocan ansiedad, angustia y dolor. Distrae continuamente la atención para resolver problemas que la mayoría de la gente del mundo no experimenta: tener un documento de identidad válido, demostrar que existes y asegurarte de que tu identidad está intacta. Nunca había necesitado decir que me sentía tan nicaragüense, como ahora.
Después de seis años de documentar las violaciones de mis derechos, y con la ayuda de abogados de derechos humanos, introduje una petición en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y espero que el tribunal llegue a un veredicto en los próximos años. Esta petición da esperanza y, lo que es más importante, que estoy empleando mis energías en encontrar justicia para mí, mi familia y mis compañeros de lucha por la democracia.
Por último, me gustaría compartir algunas recomendaciones.
En primer lugar, elevar la conciencia sobre el marco jurídico internacional que prohíbe la apatridia. Las convenciones internacionales constituyen obligaciones para los Estados firmantes de responder a la situación y proporcionar soluciones prácticas y coherentes a los problemas derivados de la apatridia.
En segundo lugar, dado que la apatridia suele combinarse con la condición de refugiado, es importante la coordinación de las agencias internacionales y los gobiernos para identificar los casos y ofrecer soluciones logísticas y jurídicas.
En tercer lugar, es importante mantener siempre la defensa de la libertad y la denuncia de la violación de los derechos. Es necesario ilustrar la dimensión humana de la apatridia, el sufrimiento de las víctimas y de sus familias.
En cuarto lugar, la justicia. La privación arbitraria de la nacionalidad suele ser el resultado de una acción legal específica, que a su vez puede utilizarse como prueba del delito cometido por el régimen represivo. Esto hace que este delito sea más fácil de demostrar que otras formas de represión.
En quinto lugar, el apoyo jurídico a las víctimas. Para llevar estos casos al sistema judicial internacional y universal, se necesitan recursos, tanto materiales como humanos, para hacer justicia y darle reparación a las víctimas.
Sexto, promover sistemas de información y alerta. Hay que debatir más sobre esta situación. El papel de las universidades y centros de pensamiento es fundamental en la generación de datos y análisis que ayuden a comprender mejor el fenómeno.
Por último, reconocer los riesgos del retorno. En un contexto de leyes y políticas antiinmigración, los gobiernos y las autoridades migratorias de los países receptores deberían reconocer el peligro que corren las víctimas de la represión al regresar a sus países. Violencia política, discriminación, tortura e incluso la muerte podría esperarles en sus países. Espero sinceramente que las autoridades de los países de acogida tengan muy en cuenta el peligro de muerte que corremos.
La apatridia es, independientemente de las causas, fuente de un enorme nivel de angustia para las familias y las víctimas. Es una forma de tortura prolongada en el espacio y persistente en el tiempo. Sólo puede resolverse cambiando las condiciones que la causaron en primer lugar. Puede mitigarse atendiendo el problema con soluciones prácticas de gobiernos y organizaciones dispuestos a poner fin al sufrimiento de millones de personas en todo el mundo.
Gracias.